Juan Knox, el
fanatismo en los extremos.
Juan Knox fue un
sacerdote escoses, que se pasó a la reforma luego de conocer a George Wishart,
el mismo que luego fuera quemado por órdenes de la reina María de Guisa, cuya
ejecución llevó a cabo David Beaton, que más tarde fuera asesinado.
Este sacerdote tuvo
que escapar varias veces por alterar el orden y perseguir con saña todo lo que
fuera en contra de sus palabras, porque la virtud para él era lo que conocía,
lo que decía y otro modo de virtud ajeno a su palabra era el pecado y era
lo apócrifo.
No discutió jamás su
credo, se pensaba perfecto y trataba a todos con rudeza, mientras rogaba por la
muerte de sus enemigos.
Quien pensara
distinto era de la raza de Satán, quien no creía en su verbo tampoco podía creer
en las escrituras, porque él era (así pensaba) la voz de Dios en la tierra.
Nadie llevó como
este reformador más lejos la exacerbación, nadie lo superó en arrogancia, en
esa tempestad de las pasiones.
Se le considera el
fundador del presbiterianismo.
Cuando alguien le
iba a la contraria lo atacaba, y no lo perdonaba, así vivió, así murió, llevando
a los extremos su fanatismo, su intransigencia y su intolerancia.
Su vida fue la fobia
y los rencores
por lo febril total de su doctrina
fue un empeño sin fin por los fervores
obtusos de un obseso que alucina.
Lo extremo en la
reforma, en ese tema
de luchas por
diversas opiniones
jamás tuvo piedad en
ese esquema
que solo desbordaba
aberraciones.
En ese tiempo donde
con la imprenta
el hombre tomó un
nuevo desafío
para pensar distinto
sin la atenta
iglesia que impedía
el albedrío.
Su alma fue la
estrecha línea recta
en su altivez
frontal como un cruzado
y rigidez de un
credo que proyecta
la atrofia de un
oscuro apostolado.
Pues fue la
opacidad, lo limitado
que no aceptó otro
modo que su modo
que no cambió una
letra en el dictado
oscuro de su orgullo
que era todo.
Mucho más que Lutero
y que Calvino
y aquél Savonarola
de Florencia
su verbo era la
guerra, el torbellino
ajeno de piedad o de
clemencia.
Severo, crudo en su
actitud cerrada
tenaz en su
constancia y sus visiones
sin nada de piedad
en la mirada
con mucho de acidez
en sus acciones.
No supo ni de luz ni
simpatía
sumido en su furor
hasta el exceso
para entender que
existe poesía
en cada compasión y
en cada beso.
Así murió
atado a su arrogancia
sin nunca renunciar
a su doctrina
perenne sin variar
la intolerancia
en medio del furor y
de la inquina.
Ernesto Cárdenas.
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