miércoles, 13 de septiembre de 2017


Juan Knox, el fanatismo en los extremos.

Juan Knox fue un sacerdote escoses, que se pasó a la reforma luego de conocer a George Wishart, el mismo que luego fuera quemado por órdenes de la reina María de Guisa, cuya ejecución llevó a cabo David Beaton, que más tarde fuera asesinado.
Este sacerdote tuvo que escapar varias veces por alterar el orden y perseguir con saña todo lo que fuera en contra de sus palabras, porque la virtud para él era lo que conocía, lo que decía y otro modo de virtud  ajeno a su palabra era el pecado y era lo apócrifo.
No discutió jamás su credo, se pensaba perfecto y trataba a todos con rudeza, mientras rogaba por la muerte de sus enemigos.
Quien pensara distinto era de la raza de Satán, quien no creía en su verbo tampoco podía creer en las escrituras, porque él era (así pensaba) la voz de Dios en la tierra.
Nadie llevó como este reformador más lejos la exacerbación, nadie lo superó en arrogancia, en esa tempestad de las pasiones.
Se le considera el fundador del presbiterianismo.
Cuando alguien le iba a la contraria lo atacaba, y no lo perdonaba, así vivió, así murió, llevando a los extremos su fanatismo, su intransigencia y su intolerancia.

Su vida fue la fobia y los rencores
por lo febril total de su doctrina
fue un empeño sin fin por los fervores
obtusos de un obseso que alucina.

Lo extremo en la reforma, en ese tema
de luchas por diversas opiniones
jamás tuvo piedad en ese esquema
que solo desbordaba aberraciones.

En ese tiempo donde con la imprenta
el hombre tomó un nuevo desafío
para pensar distinto sin la atenta
iglesia que impedía el albedrío.

Su alma fue la estrecha línea recta
en su altivez frontal como un cruzado
y rigidez de un credo que proyecta
la atrofia de un oscuro apostolado.

Pues fue la opacidad, lo limitado
que no aceptó otro modo que su modo
que no cambió una letra en el dictado
oscuro de su orgullo que era todo.

Mucho más que Lutero y que Calvino
y aquél Savonarola de Florencia
su verbo era la guerra, el torbellino
ajeno de piedad o de clemencia.

Severo, crudo en su actitud cerrada
tenaz en su constancia y sus visiones
sin nada de piedad en la mirada
con mucho de acidez en sus acciones.

No supo ni de luz ni simpatía
sumido en su furor hasta el exceso
para entender que existe poesía
en cada compasión y en cada beso.

Así murió  atado a su arrogancia
sin nunca renunciar a su doctrina
perenne sin variar la intolerancia
en medio del furor y de la inquina.

Ernesto Cárdenas.

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