martes, 10 de abril de 2018

El solitario...

No se pensó llegado del celta o de los godos
del árabe, del persa o el griego con sus modos.

Ni del medievo oscuro perdido en las arcanas
razones de algún choque de espadas toledanas.

Ni tuvo descendencia del cátaro insumiso
ni del judío recio barbado y circunciso.

Ni concordó con Borges que hay vida en los reflejos
confusos de otros seres detrás de los espejos.

Ni de los avatares de antiguos alquimistas
que fueron de la iglesia total antagonistas.

Tampoco del hereje sufriendo en la severa
tortura del castigo terrible de la hoguera.

El fue de otra manera… aquella sin los nudos
de ajenas opiniones y apócrifos saludos.

La que no sigue un rumbo trazado en esa historia
aquella de los hombres que es siempre oscilatoria.

Que nunca se concreta, que nunca se reforma
atados a un escueto destino y a una horma.

Su vida fue la vida real de un ejercicio
y de un principio firme lejano del bullicio.

En las apreciaciones internas donde vibra
algún amor bonito que eleva y que calibra.

Gozaba esa aventura de ser un ermitaño
a imaginarse sombra o un reo del rebaño.

O un hombre sin criterio, del miedo voluntario
que solo lo conforma lo exacto y necesario.

Que no rompió cadenas, que no supo ser lumbre
ni se escapó del llano conforme con su herrumbre.

Que no aspiró a la gloria… que no alteró el modelo
de aquellos sin las alas precisas para el vuelo.

No se pensó llegado para seguir mil huellas
su meta era la meta que acaba en las estrellas.

Que aparte de la plebe disfruta de las mieles
sin aceptar atarse a frenos o niveles.

Que grita, se retuerce, soñando lo lejano
sufriendo como todos porque es un ser humano.

Un hombre sin las cosas absurdas del tumulto
que no se apartan nunca del odio y del insulto.

Por eso jamás quiso lidiar con la canalla
y levantó en su alma de luz otra muralla.

Otro perfil muy propio para ladear el tedio
para ajustar ideas, para evadir el medio.

Para saber que era tenaz en su porfía
un corazón por ella que amaba y que vivía.

Ernesto Cárdenas.

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